Buscar
miércoles, 15 de mayo de 2024 12:39h.

Rorschach enamorado

Acabábamos de empezar el viaje a Pontevedra cuando mi copiloto me confesó que tenía un acosador. La miré de reojo, solo un momento, para ver la cara que ponía, pero no parecía alarmada. No había motivo: al parecer se trataba de un acosador de Facebook, lo que es mucho menos siniestro que la imagen que me habia formado en un instante, de un individuo enfundado en una gabardina y atisbando por las esquinas a su desprevenida víctima. Según me contó, conocía a ese tipo rarito desde hace tiempo y hace dos años lo había bloqueado porque no paraba de enviarle mensajes a través de la red social. Pero hace poco había cortado con su novio y cuando cambió su perfil, tuvo un momento de debilidad y decidió desbloquearlo.

Fue un error, porque inmediatamente volvió a ponerse en contacto con ella. Ni siquiera sabía cómo se había enterado de que le había desbloqueado ¿Es que Facebook envía una alerta? Pero el caso es que el acosador había comenzado a dar muestras de su comportamiento obsesivo, empezando por revisar todas las fotos que había colgado en la red, incluso las más antiguas. Me imaginaba a aquel individuo acariciando la cara de ella con el cursor, antes de hacer clic en el corazón de “me gusta” como quien envía un beso. “Cada vez que abro el Facebook tengo un mensaje de él diciéndome que le ha dado a “me gusta” a una de mis fotos”, me explicó mientras yo metía la quinta por la AP-9. Le había pedido el número de teléfono, pero no se lo había dado, claro. Aún así, a través del messenger trataba de ponerse en contacto con ella. Era embarazoso, como si un perrito de tres patas intentara frotarse contra su pierna.  

Hice rugir el motor para mostrarle mi apoyo, aunque me callé la verdad: que mis simpatías estaban de parte del acosador, que era el que llevaba las de perder. En vez de eso, le insinué que le había provocado. Ella lo negó y yo insistí: había anunciado en Facebook que ya no tenía novio y luego le había desbloqueado. No se necesitaba más. Obviamente, el tipo había pensado que, dos años atrás, su amor había sido imposible porque tenía novio, pero aquello había acabado, y ahora ella se abría al amor, por eso lo había desbloqueado. Por fín podían estar juntos.

Ella se rió mientras yo daba un volantazo, pero la realidad es que no hace falta nada para que una persona enamorada crea que es correspondida. A todo el mundo le ha pasado alguna vez: todo lo que hace o dice uno, por más casual e inocente que sea, se interpreta como una prueba evidente de que siente lo mismo que el otro. Es algo parecido al famoso test de Rorschach: lo que no es más que una mancha sin sentido para la mayoría, para uno puede ser una mariposa o, en este caso, el rostro de una chica que le sonríe. Y que el resto de la gente no se de cuenta de ello solo significa que el mundo no comparte esa conexión especial que hay entre ellos dos.

Es una dinámica que solo se puede cortar con franqueza. O sea, con crueldad. Pero la chica es un encanto y le daba palo hasta volver a bloquearlo. Por desgracia, también es fotogénica, así que le aseguré que, aunque le bloqueara, él ya habría descargado todas sus fotos y habría montado un altar con ellas. Ella abrió los ojos alarmada ante esa posibilidad.

Pero el otro mantenía los suyos bien cerrados. Y pasó a la siguiente fase: los regalos. Se había valido del conocimiento enciclopédico que tenía sobre sus gustos para encontrar el presente ideal, un billete croata que tenía el retrato de Tesla, el genial inventor al que ella admiraba mucho y quería entregárselo en persona. Y de paso, también creía que podía conseguirle un empleo, mejor que el que tenía ahora. La chica lo eludió como pudo, y pensaba que eso habría bastado para que cualquiera se diera cuenta de que no quería nada de él. Pero yo estoy casi seguro de que ahora se avecina la tercera fase, la maniobra infalible a la que recurre cualquier pretendiente no correspondido: la declaración dramática. 

Es inevitable. Demasiada gente ha crecido viendo películas en el que el protagonista conseguía a la chica, después de haber hecho el canelo durante toda la historia, con solo gritar su nombre bajo la ventana en una noche lluviosa o, mejor aún, con sostener un radiocasette enorme del que sale una lacrimógena balada. Conozco a gente real, adulta y socialmente funcional, que lo ha intentado, que ha arrinconado a la chica y le ha dado a elegir entre otro tío o él o peor, entre él y nadie más, y lo normal es que sea nadie el que acabe quedándose con la chica. El lado bueno es que no creo que el acosador sepa donde vive ella, pero eso no le librará de que cuelgue una declaración de amor en la página de Facebook de mi copiloto, estoy seguro. Ahora mismo está mirando las fotos de ella que tiene colgadas en la pared, totalmente convencido de que esa mancha casual es un patrón clarísimo, de que su mochila es un paracaídas. Espero que no lo pase muy mal. A fin de cuentas ¿Qué culpa tiene Rorschach de estar enamorado?