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miércoles, 15 de mayo de 2024 00:00h.

La noche del mapache

Sabes  cuando te  has  metido  en una  conversación entre  un  grupo  de  amigos porque es lo mismo que ponerte a ver una película que ha empezado hace un buen rato:tienes la sensación de que solo estas captando la mitad de lo que se dice. Por ejemplo,mis  amigos  y  yo  somos  capaces  de  mantener  una  conversación  de  diez  minutos empleando citas de Los Simpson en una de cada tres respuestas,  lo que admito que puede  ser  bastante  desconcertante  para  los  extraños,  aunque  para  nosotros  es  muy divertido. Pero no me di cuenta de lo rara que es esta costumbre del diccionario privado hasta que llegué tarde en una ocasión y descubrí que habían añadido una palabra más al vocabulario del grupo. Fue aquella vez que viajé a Madrid para asistir al concierto de ACDC. Como la mayor parte de los grupos legendarios de rock, cada vez que los ves en directo puede ser la última, así que siempre es especial. Casi  no llego. Tuve que coger el  tren por la tarde,  mientras que mis amigos habían llegado el  día anterior y estaban de turismo por la  capital,  haciendo tiempo.Durante casi todo el viaje me acompañó en el asiento de al lado una señora de Orense que quería saber cómo estaba gobernando la Marea Atlántica en A Coruña mientras yo no dejaba de mirar el reloj. Por alguna razón, el tren se detuvo en varias ocasiones ante sde llegar a Valladolid. Luego comenzó a ganar velocidad, pero no sabía si llegaría a tiempo. A las nueve y algo llegué a Madrid y me subí al metro. Media hora después estaba muy cerca del Calderón y entré en el estadio antes de la diez. Me acercaba al escenario justo cuando apagaron todas las luces y los decibelios se desataron. Intenté descubrir entre tanto cuerno luminoso a mis amigos, pero era imposible. Me pasé la mitad del concierto moviéndome en zigzag por la platea, esquivando tipos que saltaban frenéticamente, algunos de los cuales se restregaban con demasiado entusiasmo contra mí espalda. Uno me lanzó contra una chica de un golpe de nalga. Me disculpé. Ella me dijo que estaba casada y me enseñó el anillo y luego apuntó a su marido, que en ese momento le declaraba su amor a gritos a Brian Johnson.Me quedé con ganas de saber qué había entendido, pero pensé que no valía lapena desgañitarse. Mientras coreaba “Back in black” avancé hacía Angus, que en ese momento se agitaba como sacudido por una descarga eléctrica. Cada cierto tiempo, me ponía de puntillas intentando distinguir el inconfundible perfil de uno de mis colegas, untipo calvo de casi dos metros. Estaba a punto de rendirme cuando los descubrí, cerca delos bafles, a no más de veinte metros, pero en medio de la multitud que parecía formar hombro  con  hombro,  era  como si  estuvieran  en  otro  continente.  Me  puse  de  lado intentado volverme bidimensional mientras avanzaba con un esfuerzo titánico. Un tipo al que le sacaba una cabeza se giró y me amenazó con propinarme una paliza si volvía a tocarle. Otro me felicitó por mis cojones. Pero lo conseguí: mis colegas me saludaron al llegar  junto a  ellos y el  resto del  concierto me lo pasé  genial.  Todo acabó entre  el estruendo  de  cañonazos  y  los  decibelios  de  Angus  acompañando  a  un  semiafónico Brian.  Cuando salimos en medio de la multitud, todo a nuestro alrededor estaba lleno de gente vestida de negro sudando, vasos de plásticos tirados por todas partes y ríos de orina  que  no  iban  a  ningún  sitio.  Formarmos  un  corro  y  un  amigo  me  invitó  a preguntarle a otro por su mapache. Sabía que no era una pregunta inocente y le miré inquisitivamente. “Me lo he afeitado”. No me importa reconocer que fue un duro golpe para mí, no tanto por el hecho en sí, como que hubiera sido informado de él de manera tan gratuita. Había corrido desde A Coruña hasta Madrid y desde la estación de tren hasta el estadio y me había expuesto al riesgo de que me pegara un marido y un fan homófobo, tenía el sudor de 200 personas impregnado en la camiseta y creía merecerme algo más que eso, pero mis así llamados amigos se rieron al ver como torcía el gesto y durante el resto de la noche, las referencias al mapache fueron constantes. Creía que aquello era ya agua pasada, pero hace poco fui a una despedida de soltero  en  un  pueblo  perdido  de  Salamanca.  Se  supone  que  íbamos  a  un  poblado medieval  a  participar  en una serie  de actividades,  como remar en canoa por  el  río.Eramos dos  despedidas  de  soltero masculinas y una femenina.  El  otro novio estaba tirado en posición fetal bajo un árbol, cubierto por una toalla. Al parecer, sus colegas le habían hecho navegar antes por un río de alcohol y había naufragado en él. La novia estaba rodeada de sus amigas, todas innecesariamente feas. Llevaban camiseta y chaleco salvavidas,  excepto  la  menos  agraciada  de  todas,  que  fue  la  única  que  tenía  calor suficiente  como  para  quedarse  en  bikini.  La  miramos  como  quien  contempla  una accidente con heridos en las noticias antes de conseguir apartar la mirada. Solo diré que si  se  hubiera  olvidado  la  parte  de  abajo,  su  barriga  colgante  le  hubiera  permitido mantener el decoro. Yo no tuve tanta suerte. El programa incluía una cena medieval y todos nos vestimos para la ocasión con los disfraces más baratos que pudimos comprar. Un colega nos pasó a todos una pegatina con la heráldica de nuestro señor y novio y lo vi: un mapache  sostenía  heroicamente  una  espada  y  un  escudo.  Supe  entonces  que  aquel maldito animal había venido para quedarse y durante el resto de la velada, lo llevé sobre el corazón.