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viernes, 19 de abril de 2024 00:05h.

Mentalidad de esclavo

Reconozco que tengo un sentido del humor peculiar, que me permite reírme de cosas que, en el fondo, no tienen gracia. Dependiendo de cómo sea el día, la gente que tiene a bien soportarme lo anota en la columna del debe o del haber. Incluso a veces me sorprendo a mi mismo con lo que me hace reír. Me ocurrió otra vez la semana pasada: estaba comprobando las noticias en la web de la SER y de repente apareció una entrada sobre unas esclavas sexuales del Estado Islámico. No me sorprendió, porque desde hace meses no dejo de leer sobre las atrocidades cometidas por el Califato, que van desde cabezas cortadas hasta yacimientos arqueológicos que vuelan por los aires. Además, ya sabía lo de esa etnia, los yazidíes, una minoría con su propia religión cuyas mujeres y niñas eran vendidas como ganado, y lo de esas chicas musulmanas nacidas en Europa que se escapan y cogen un avión para viajar a Oriente Medio, creyendo que se convertirán en luchadoras por la fe y que acaban siendo obligadas a casarse con muyaidines. Así que creía que nada que hicieran los terroristas islámicos podría sorprenderme, sobre todo si lo hacían contra mujeres. A fin de cuentas, los abusos sexuales son normales en zonas de guerra y en países del Tercer Mundo. Incluso aquí, en España, existen mujeres obligadas a prostituirse. 
En la noticia se informaba de que dos esclavas sexuales marroquíes habían contagiado el VIH a 16 valientes luchadores por la fe. Se lo comenté a la compañera que tengo al lado. “Les está bien empleado”, comentó. Las dos huríes forzosas habían conseguido escapar a Turquía, con lo que se habían librado de ser ejecutadas, y en cuanto a los terroristas, el EI había decido mantener en cuarentena a todo el grupo y realizarles pruebas médicas a todos para evitar que la enfermedad se extendiera, lo cual me parecía muy sensato viniendo de una gente a la que siempre me he imaginado disparando al aire sus Kalashnikovs incluso por tirar de la cadena del váter. Pero el artículo incluía la declaración de un miembro de una ONG en Siria. Explicaba que todos los contagiados estaban sentenciados. Me imaginé que se enfrentarían al sida a su manera, con el poder de la oración, porque no estaban dispuestos a rebajarse tomando antivirales fabricados por una multinacional farmacéutica del Gran Satán, y me pareció que tenía su lógica. Incluso me sentí tentado de aplaudir su coherencia. Pero el militante de los derechos civiles explicó que la razón de su inevitable y poco llorada muerte es que probablemente los utilizarían para lanzar ataques suicidas. 
Leí el artículo un par de veces más y poco a poco, empecé a sonreír para acabar sacudiéndome de la risa. La compañera que estaba sentada a mi lado me miró extrañada y esbozó una sonrisa desconcertada, pidiendo sin palabras que le explicara de qué iba todo aquello, pero a mí ya me recorría el cuerpo esa risa floja que a veces le domina a uno como una corriente eléctrica y me sentía incapaz de detener mis carcajadas. Señalé la pantalla y ella leyó el texto y luego  volvió a mirarme sin entender. Me reí durante un minuto entero. Luego paré, volví a leerlo y me eché a reír de nuevo. Era graciosísimo. Me imaginé a esos tipos saltando por los aires solo porque habían contraído el sida, y no podía parar. No podía. Mi compañera ya pensaba que me había vuelto histérico. Más allá, en las otras mesas, la gente asomaba la cabeza por encima de los ordenadores tratando de distinguir qué era aquello tan gracioso. Incluso mi jefe levantó la mirada de la pantalla donde estaba jugando a las damas chinas para tratar de descubrir quién era el que se dedicaba a echarse unas risas como si en vez de un lugar de trabajo, aquello fuera un bar. 
Creo que la razón por la que me pareció tan divertido es porque me cogió totalmente por sorpresa. Después de tantas noticias sobre el tema, había llegado a creer que comprender cómo actuaba un fanático religioso, pero aquello me había demostrado que no tenía ni idea. Es como tratar de entender a un extraterrestre.
 Las dos esclavas habían podido escapar a Turquía. Con suerte, podrían rehacer sus vidas y conseguir un tratamiento adecuado para su enfermedad, quizá de una ONG. Y con mucha suerte, vivirían unas vidas largas y relativamente felices. Pero de aquí a unos meses, todo lo que quedaría de sus violadores sería una mancha de sangre seropositiva en una calle siria o iraquí. Estaban condenados a morir, no por una enfermedad que hoy en día se puede controlar con retrovirales y que permite llevar una vida normal, sino víctimas de su mentalidad, creada a base de vídeoclips de reclutamiento cutres y cintas grabadas con los grandes éxitos del Corán. Las chicas habían conseguido librarse de su prisión porque se la habían impuesto, pero la de los terroristas estaba en su mente y eso les ha condenado. Ellos también son esclavos.