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miércoles, 15 de mayo de 2024 00:00h.

Mendigar una noticia

El otro día me volvió a ocurrir. Estaba yo trabajando, sin meterme con nadie, cuando sonó el teléfono. Era la recepcionista: “Hay un señor aquí que quiere hablar con un periodista”. Parecía un comentario inofensivo, pero me preocupó la forma en que lo dijo. Su voz tenía el tono tenso de la persona a la que le apuntan con una pistola mientras repite las instrucciones del secuestrador. Sabía que había algo que se me escapaba, así que le pedí que repitiera lo que acababa de decir. Lo hizo. “¿Y por qué yo?”. Me respondió de la forma más discreta posible, susurrando: “La redactora jefe dice que es de los tuyos”. 
Estuve a punto de venirme abajo, pero conseguí rehacerme en el último momento, a pesar de que tenía un terrible presentimiento sobre lo que me esperaba en el vestíbulo. Mi redactora jefe había decidido desde que asumió el cargo que todos los personajes excéntricos que acudían al periódico eran de mi competencia, lo que podía ser un reconocimiento implícito a mi capacidad para manejar situaciones poco comunes o una forma sutilísima e innovadora de acoso laboral. Me levanté y le dí las gracias en el tono más irónico del que fui capaz (ella se rió, confirmándome que era una víctima de mobbing) y me dirigí a la puerta con todo el aplomo que puede reunir. 
En recepción me esperaba mi destino en forma de un señor flaco y bajito, de cabello gris muy corto, vestido con una cazadora que no era de su talla, como tampoco los pantalones. La recepcionista me lo señaló con la mirada, como si hiciera falta alguna confirmación. Yo le estreché la mano y le pregunté en qué podía ayudarle. En cuanto comenzó a hablar, supe que aquello me iba a llevar un rato. 
Porque ese buen señor, (luego supe que tenía 66 años, no muy bien llevados), tenía una voz grave y apagada, que producía el efecto de estar escuchando una sicofonía, efecto agravado por el hecho de que no parecía tener ningún diente. De vez en cuando, apartaba la cara y se limpiaba la boca. Por si eso fuera poco, comenzó a hablar “in media res”. O sea, que empezó por la mitad de la historia, como si retomara una conversación que habíamos dejado hacía un minuto. “Yo le dije a la jueza que eso no podía ser, que me habían pegado y que me habían dejado muy mal”, arrancó, para luego contarme, en confianza, que no había podido ver la imagen que le habían puesto en un televisor porque no tenía gafas. Las había tenido, pero las había perdido hacía mucho tiempo. “Yo le pedí unas pero la jueza me dijo que no aunque sé –aquí volvió a apartar la cara para limpiarse la boca desdentada- que yo tengo derecho”. Me dio la risa floja y tuve que taparme la boca con la mano para disimular.
Después de cinco minutos de intenso esfuerzo mental, pude deducir quién era y de qué me estaba hablando: hace unos meses, había saltado a la prensa un caso escandaloso cuando la policía detuvo a varios gitanos que tenían a indigentes en sus barracones en régimen de esclavitud obligándoles a pedir por la calle, o trabajar en un poblado de Culleredo. Él había sido una de sus víctimas, y vivía con miedo, amenazado por los delincuentes si se atrevía a testificar. Estaba encantado. A mí la historia me la había chivado una fuente de toda confianza, pero sin muchos detalles así que había preguntado en los juzgados y aquello había hecho saltar la liebre, de manera que lo que tenía que haber sido una primicia salió a la vez en todos los periódicos. 
Todavía me escocía aquello y ahora tenía la oportunidad desquitarme. Caminé con paso arrogante de vuelta a mi mesa y en cuanto me senté, le pregunté a la redactora que cubre la información municipal: “¿Qué ha dicho el alcalde?”. “Lo de siempre”, me respondió, hastiada. “Yo acabo de entrevistar a un mendigo desdentado al que le han dado una paliza unos gitanos”, le comenté. Me miró con lo que estaba seguro que era una mezcla de admiración y envidia de aquel que tiene que tratar con políticos a diario mientras me ponía a teclear con energía la historia desgarradora de un hombre que había sido víctima de los vaivenes de la vida, de la sociedad, de esclavistas. Y, sin que lo supiera todavía, del periodismo más sesgado y sensacionalista.