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miércoles, 15 de mayo de 2024 06:45h.

La llamada de lo salvaje

   Cuando le llamé, me dijo que era un auténtico hombre lobo pero mi fino olfato periodístico me hizo dudar de sus palabras. Fue una conversación extraña, lo que ya es mucho decir tratándose de mí, pero le escuché hasta el final porque la historia valía la pena: en Sobrado vive un hombre de 60 años que se pasa el día en compañía de sus 21 perros, recorriendo los campos de la zona. No tiene casa: vive en una furgoneta destartalada. No tiene trabajo: alimenta a sus mascotas saqueando los contenedores de las tiendas más próximas, como carnicerías. En verano se asa y en invierno pasa frío. Muchas veces va descalzo, así que la planta de sus pies está endurecida como la piel de un cocodrilo. Cada tres días, abandona la furgoneta y a sus mascotas, recorre unos kilómetros hasta su coche, viaja hasta A Coruña, hace unos recados y vuelve con sus perros. Y ya está. Ésa es su vida. No me pareció una vida feliz. Se supone que cuando se abandona la civilización es para dejar atrás el tráfico, y la televisión, los ordenadores y a la gente. Sobre todo, a la gente. Ser libre. Pero resulta que el licántropo que me llamó quiere marcharse, volver a casa, a su vida normal y se lo impide el hecho de que no puede abandonar a sus animales. Me llamaba porque quería que le ayudara a encontrar a alguien que se los quedara. Parecía una historia muy tierna pero, cuanto más hablaba de su amor por los animales más derivaba hacia lo patológico: él es un militar en reserva, y había tenido un sueldo de 2.200 euros y un piso en A Coruña, pero lo había dejado todo para vivir como un ermitaño en el monte porque no tenía espacio para sus perros. mMe explicó que su mujer no quería saber nada del tema y que no le ayudaba aunque tenía mucho dinero. No me sorprendió la falta de empatía de esposa, pero sí me quedé a cuadros cuando me contó que ni siquiera había podido despedirse de su madre moribunda y de repente, se echó a llorar. Me aferré al auricular intentando combatir la sensación de irrealidad que me invadía al escuchar el llanto del hombre lobo. “Perdone, pero cada vez que pienso en mi madre me vengo abajo”, me confesó. Me imaginé a ese sujeto en un campo, sentado en una piedra, haciendo pucheros mientras un montón de perros palleiros trataban de lamerle la cara. Lo que no consiguí fue imaginármelo con la camiseta desgarrada mientras la cara se le contorsionaba en una mueca y le salía pelo por todas partes. Aunque estaba seguro de que la luna le afectaba, y mucho, probablemente no lo hacía de esa manera. Pero era una gran historia, así que envié a Quintana, el fotógrafo, al paraje donde vivía. Protestó un poco cuando le dije a dónde tenía que ir, pero no mucho. Al igual que a mí, la historia del hombre lobo de Sobrado le había encantado, y le daba la oportunidad de fotografiar algo más interesante que una rueda de prensa. Y también algo que contar: escribió en Facebook sobre su encuentro con este sujeto y cómo lo animó en su cruzada particular. Al parecer, el licántropo le dijo que hacía lo que tenía que hacer y que aquello le hacía sentir libre. Quintana, al que le encantan los rebeldes que rechazan a la sociedad, le respondió animándole a resistir, asegurando que “ellos” (los que creían que estaba loco) también creían que eran felices y no lo eran. Bueno, eso es cierto, y estuvo allí con él en persona, y yo no, pero me daba la impresión de que aquel hombre había dejado que el amor que siente por los perros se convirtiera en obsesión, y que esa obsesión le dominara. Dice que se siente libre, pero la gente libre suele ser feliz, y yo había oido llorar al hombre lobo.