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jueves, 16 de mayo de 2024 00:00h.

La deontología del meñique

Mientras el recuento de bajas en París superaba los 130, no paraba de oír comentarios sobre la Torre Eiffel. El famoso monumento se erguía intacto, mientras a su alrededor la ciudad de la luz se convertía en una casquería, pero lo que a la gente le inquietaba era la posibilidad de que aquella estructura de hierro se desplomara tragada por una gran bola de fuego. A todo el mundo le parecía el objetivo evidente de un ataque terrorista. Sin embargo, el comando de ISIS había escogido el Bataclán como escenario para perpetrar la matanza. Gracias a los teléfonos móviles, los espectadores habían podido observar al batería del grupo “Eagles of Death Metal” tirándose al suelo al oír los disparos, a la gente descolgándose por las ventanas, o a aquel tipo arrastrando a su amigo como si fuera un saco por la calle. Era bastante dramático, pero obviamente no podía compararse con los trenes convertidos en hierros retorcidos en Madrid el 11M y, desde luego, resultaba soso comparado con aquel 11S con los aviones rozando los tejados de Nueva York para estrellarse contra las torres gemelas. 
Pero son 130 personas. Reflexioné sobre ello mientras veía la tele. El seguimiento de las grandes cadenas me parecía deprimente: todos habían enviado a las estrellas de sus servicios informativos, animales de plató que se limitaban a leer los mismos comunicados del Gobierno francés empleando como fondo el restaurante Le Petit Cambodge, cuya acera estaba alfombrada de flores, o la plaza de la República. De lo único que hablaban era del miedo que sentían los parisinos, que corrían en estampida cada vez que oían el petardeo de un coche. Era el ataque más importante que sufría París desde la II Guerra Mundial, repetían. 
Y aun así, no era muy espectacular ¿Cuánta gente había muerto en el 11M? La mayor parte de nosotros no lo recuerda, pero sí los trenes, como juguetes rotos, reventados ¿Y el 11S, el mayor atentado terrorista de la historia? ¿Cuántas víctimas causó? ¿Miles? Pero lo que la gente evoca en su mente es el mismo avión, una y otra vez, impactando en la fachada de cristal, y las torres ardiendo como las velas del pastel de cumpleaños de Bin Laden. Ni un solo rostro, ni un solo nombre, por mucho que nos esforcemos. Aquel día solo mataron al World Trade Center. Y, siguiendo esa línea de pensamiento, el viernes 13 no fue el día en el que murieron 132 personas, sino el día en el que la Torre Eiffel salió intacta de un ataque terrorista. 
Eso implica aceptar que un edificio o un monumento significa más para el imaginario colectivo que unas cuantas vidas extraídas al azar de la masa anónima de la humanidad. A medida que pensaba sobre ello, me daba cuenta de que era cierto: nadie, excepto sus allegados, va a notar la desaparición de las víctimas, mientras que todos nos daríamos cuenta de la desaparición del la torre de monsieur Eiffel en el skyline de París. El sentimiento que agita a todos los ciudadanos de Francia y, en menor medida, de Europa, no es tanto la tristeza como el miedo a que pueda repetirse y que la siguiente víctima sea uno mismo. Ese mismo pánico es el que ha permitido a Hollande anunciar un recorte de libertades constitucionales, y que mantendrá intacto el presupuesto de Defensa mientras se reduce el de los servicios sociales, en un giro idéntico al de Bush y su Ley Patriótica. 
Si la vida humana no tiene un valor objetivo, si solo se trata de valor sentimental, eso explicaría porqué las tragedias humanitarias apenas afectan al público. Éste no se siente conmovido por la muerte de unas personas de las que desconocía que estaban vivas hasta ese mismo momento y que ni siquiera forman parte de su comunidad. Su empatía solo se agita cuando una imagen consigue provocar una reacción emocional: un bebé desnutrido, comido por las moscas, en brazos de su madre o mejor aún, un niño muerto en una playa, que “ha servido para remover la dormida conciencia de Europa”. Sin embargo, unas semanas después apareció una foto similar, de dos menores muertos en idénticas circunstancias, sin conseguir ningún eco en la opinión pública, que quería algo mejor, más nuevo. Solo unos pocos, con verdadera empatía o sentido de la solidaridad, llevan a cabo una acción decisiva, como ese socorrista catalán que marchó a Lampedusa a rescatar refugiados sirios. El resto menea la cabeza y cambia de canal. 
Un amigo mío, un tipo inteligente (aunque no sé si tan inteligente como él se cree) está convencido de que esto es cierto, y cuando trato de rebatirlo, me hace la siguiente pregunta: “Imaginémonos que ahora hay un desastre en China, ¿te cortarías el meñique para salvar la vida de mil chinos a los que no conoces de nada?”. Cuando pienso sobre ello, flexiono el dedo mientra lo observo. Si lo perdiera, podría seguir realizando mi vida normal: trabajar, conducir, escribir, afeitarme… Pero lo echaría de menos. Cada día miraría mi mano y observaría el muñón. Puede que incluso sufriera el síndrome del miembro fantasma. Seguiría siendo una pérdida personal. Y esos mil desconocidos, no.