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miércoles, 15 de mayo de 2024 06:45h.

Barras y estrella

Normalmente, las elecciones no son un proceso tan emocionante como nos quieren hacer creer los políticos. A veces hay alguna excepción, como los últimos comicios municipales, en el que la Marea ganó por un hocico de ventaja al PP solo para perder en el recuento, pero lo habitual es que las encuestas se cumplan más o menos, así que si seguí por la televisión las elecciones catalanes fue por costumbre más que por ninguna razón real. Al final, como todo el mundo sabía, ganó Junts Pel Si. No con mayoría absoluta claro, pero con suficientes escaños como para hacerse con el Parlament con la ayuda de la CUP. Apareció en pantalla los tres mosqueteros del Junts: el cachas calvo, el gordo de cara de bruto y el de la sonrisa de autosuficiencia, mientras se oían las voces en off de los sesudos comentaristas políticos que discutían sobre las cifras y de lo que implicaban para el futuro de España. 
Apenas les escuchaba. Estaba más interesado en las banderas esteladas que asomaban por entre la multitud, ondeando de un lado a otro. Podía seguir el ritmo del discurso, incluso con el volumen a cero, porque se agitaban frenéticamente cada vez que Mas o cualquiera de los otros terminaban una frase. Era casi hipnótico. No por primera vez, reflexioné acerca del poder que las banderas tienen sobre la gente, algo que siempre he encontrado muy extraño, porque a mí me generan cierta inquietud. 
Tampoco es tan raro, porque hay mucha gente que se siente incómoda ante la exaltación de la bandera nacional porque fue instrumentalizada por la dictadura franquista, pero a mí me pasa con todas las banderas. Puede que sea la persona menos patriótica que haya conocido en mi vida. No es exactamente que no quiera a Galicia, o a España, pero las quiero de la misma forma que quiero a mi familia: a pesar de todo. Y las banderas reclaman otra clase de amor, uno más incondicional, como el que siente una groupie por una estrella del pop, un amor que no estoy dispuesto a entregar, igual que no estoy dispuesto a lanzarle mi ropa interior a ningún cantante. 
Trataré de explicar por qué: las banderas son un arma, inventada para que la gente pudiera saber donde están los de su bando en medio del caos del combate. No tienen otra función. Literalmente, se hicieron con el único objetivo de guiar a los hombres a la guerra y mantenerlos juntos y en formación mientras avanzan contra un grupo similar de hombres que se agolpan alrededor de una bandera diferente. Por aquello de mantener el ritmo y, quizá, para evitar que nadie hiciera embarazosas preguntas de última hora, decidieron ponerle algo de música, con lo que nacieron los himnos nacionales. Así es: todos los himnos nacionales, independientemente de su letra, son de naturaleza bélica. Se compusieron para que la gente tuviera algo que cantar y darse ánimos mientras marchan hacia lo que bien podría ser su muerte o su pintoresca mutilación. 
Y no solo eso. Cuando a alguien se le enseña a focalizar su amor a su casa, su familia y su país en ese trozo de tela y en las palabras de ese himno, puede conseguirse que haga cualquier cosa solo con agitar la bandera en la dirección correcta. La respuesta es totalmente emocional, así que la acción no requiere una verdadera justificación o una lógica consistente. Es psicología conductista, como el perro que Paulov conseguía hacer salivar solo con agitar su campanilla. El impulso tiene que ser irracional porque la bandera está pensada para anular una emoción tan potente como es el miedo, y eso no se puede conseguir con razonamientos,  así que hay que sustituirlo por el sentimiento del amor al país y al deber que encarna ese trozo de tela. 
De esta manera tan sencilla se ha conseguido animar a la gente a cometer actos atroces, como enzarzarse en una pelea sin cuartel con otros tipos sin ninguna razón que justifique tanta violencia. O que millones de personas se muestren entusiasmadas por un deporte tan tremendamente aburrido como es el fútbol. 
No exagero. Si presentáramos a un verdadero patriota un plato con una mierda de perro, éste la rechazaría como algo repugnante. Sin embargo, si la adornáramos con la bandera de su país, inmediatamente diría que no es tan apestosa como las otras heces (esas sí huelen mal). Pero si se le presentara la misma mierda con la banderita de otro país, aseguraría que lo que apesta de verdad es ese trozo de tela. Yo no digo que todo sea una mierda, solo que no estoy dispuesto a entrar en un conflicto por una cuestión de banderas. Ni tampoco ir a un partido.